Los homicidios cuyas características indican que han sido cometidos por asesinos a sueldo, se incrementan a ritmo literalmente exponencial.
Ello significa que tenemos un problema grave entre manos: el sicariato.
Podría detenerme en la lamentable circunstancia de que exista alguien capaz de matar por dinero y de que exista otro dispuesto a pagar para que arrebaten una vida humana.
Sin embargo, más que aquel dispuesto a matar por dinero o aquel capaz de encargar la muerte de otro, me preocupa lo que pasa con las personas que no son capaces de matar por dinero ni de encargar muerte alguna.
Me preocupa la reacción que como sociedad estamos teniendo frente a ese fenómeno.
Me preocupa que no nos repugne lo suficiente.
Me inquieta y a veces me entristece la indiferencia con que asumimos el hecho de que alguien fue asesinado. Y mi inquietud y tristeza se tornan en irritación y enfado cuando escucho que, frente a lo que parece una muerte por encargo, casi se justifica el homicidio, con aquello de «algo hizo».
Sí, es posible que «algo haya hecho». Es posible que haya birlado a un cómplice. Es posible que no haya pagado la droga. Es posible que él mismo haya arrebatado otra vida humana. Pero también es posible que haya enfadado a un vecino por cualquier asunto doméstico. Es posible que no haya querido casarse con su novia o novio de años. Es posible que haya heredado lo que otro cree que le pertenece.
En palabras sencillas, no todo el que ha caído bajo una bala pagada merecía su destino.
Es cierto que siempre habrá quien mate por dinero. Y que siempre habrá quien pague para que maten. Pero aquellos que somos incapaces de matar por dinero o pagar para que maten, no podemos justificar, ni tolerar, bajo ninguna circunstancia este hecho aborrecible. Esa justificación y tolerancia, que con sorpresa estoy observando en gente de bien, alimenta el fenómeno.
En definitiva, no basta con que seamos incapaces de hacerlo. Debe repugnarnos. Debe irritarnos. Debe resultarnos inaceptable.
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